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domingo, 9 de agosto de 2015

¿Cris? ¡¿Cris?! ¡Cris! (Parte III)

La tercera noche llegó y con ella la oscuridad. Crespo fue a buscar a Cris al sitio acordado, pero ella llegaba tarde. No le importaba, esperaría lo que fuese necesario para volverla a ver. Esperó una primera hora contando brotes de hierba a su alrededor, agrupándolos por tamaños o tonos de verde en montoncitos perfectamente alineados unos con otros, con la minuciosidad propia de un cirujano de microbios, como diría ella.
La segunda hora la pasó mirando al cielo, contando estrellas. Y agrupándolas en dibujos extraños mientras les ponía nombres como "el carro grande" y "el carro chico", con la imaginación propia de un niño de cinco años. La tercera hora fue más dura, la pasó escuchando nada. Absolutamente nada de nada. Ni brisas, ni búhos, ni canción alguna. Dejó de oír a su alrededor y se sumergió dentro de sí mismo, con la eficacia y la angustia de un anciano que espera a su amante eterna.
La cuarta hora fue muy angustiosa. Se decidió a llamarla y sus compañeros grillos le brindaron su ayuda, llenando la noche, hasta ese momento silenciosa, de llamadas angustiadas con una voz melancólica y dulce que empañaba las estrellas. La quinta hora, al no aparecer Cristina, Crespo se encaminó al arrollo, no sin dejar de llamarla. A esas alturas ya había despertado a búhos, lechuzas, renacuajos y murciélagos. Todos se quejaban de aquel desvelo, pues hasta ese momento habían vivido de día. Hasta ese momento.
Durante la sexta hora, tras perderse varias veces, empezó a oír un ruido que le resultaba angustiosamente familiar. Agua chocando contra rocas. Aceleró el paso, no sin dejar de llamarla, ya casi por instinto. Empezó a correr, temiendo lo peor. Tropezó con una rama y cayó de bruces contra la arena del camino. Todo lleno de polvo, se levantó como pudo. Tosió. Volvió a toser. Y echó a correr. Corrió mientras los demás la llamaban. Corrió como un niño hambriento a por un mendrugo de pan. Corrió como una anciana en rebajas. Corrió como jamás había corrido. Corrió. Y siguió corriendo.
La séptima hora fue quizá la peor. Llegó al que había sido riachuelo y ahora era tres veces su tamaño. Y siete veces su fuerza. Se puso a llamarla. Cris. Cris. Debía acercarse y buscarla. Pero no, era una locura. ¡Ella podría haber sufrido un accidente! Aunque... ¿Y si lo sufría él también? Tenía que hacerlo. Por ella. Apartó sus miedos y nadó sin saber nadar como cantó sin saber cantar, por ella.
La octava hora fue la terriblemente definitiva. Tras nadar y gritar su nombre mil veces y mil veces más, tras inventar un dios y rezarle, tras todos sus esfuerzos... Vio un cuerpo sin luz que hubiera sido capaz de reconocer en cualquier sitio...
-¿Cris? ¡¿Cris?! ¡Cris! -la llamó como pudo, chapoteando y tragando agua, pero ella no respondió.
Al fin llegó a su lado y susurró su nombre... "¿Cri... Cris?" pero ella no se movió. Se acercó y le tocó la mejilla: estaba helada... Miró su abdomen: apagado... Tocó su pecho: absolutamente quieto. Lo comprendió enseguida. Se había ido. Se había apagado para siempre. Pero... No podía ser... Acababan de empezar a escribir su historia... No era justo. No. No. Y no. No podía ser.
Pero era. Cristina ya no estaba. Ni ella ni su luz, ni su sonrisa, ni su carcajada... Nada. Solo quedaba su música. ¿Pero de qué servía la música sin nadie que la disfrutase? De nada. Por eso Crespo se calló y se acurrucó junto a ella, en el más duro de los silencios, en la más dolorosa de las soledades. Sin cantar. Sin moverse. Sin respirar.
Y así, ambos acabaron juntos cuando el riachuelo creció aún más y se los llevo lejos, pero juntos. Al mar.
Desde entonces todos los grillos cantan cada noche la misma melodía que cantaba él, para recordarle y recordar que hasta las más cortas historias de amor tienen el poder de cambiar el mundo para siempre.
"Cris... Cris..."

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