El metro iba lleno, hasta las trancas. A reventar de gente.
Pero a él solo le importaba una persona. Ella estaba al otro lado del vagón, con
la mirada perdida en un infinito nublado de colores morados y rosas, un
infinito lleno de sueños con sabor a chocolate y fresas. De vez en cuando bajaba
la vista para mirar el móvil, que respondía a la luz de sus ojos con una luz
bastante artificial, como la de un neón oxidado. Mirada rápida. Parpadeo de luz.
Y vuelta a perderse en lo que quiera que estuviese pasando en su interior.
Él, mientras tanto, se perdía en el pelo color miel de ella.
Y solo pensaba en acercarse y decirle algo, cualquier tontería, lo que fuera.
Pero se topaba con un muro infranqueable de rostros macilentos y olores
bastante desagradables que le impedía el paso, como la presa al agua del río.
De hecho, se sentía desbordar. Imposible avanzar, imposible retroceder. Los
olores se le colaban en la nariz y los ojos le lloraban, no sabía si por el
olor o por la frustración de no poder acercarse.
Mientras, ella, inmune a todo, mantenía su belleza en aquel
vagón gris y sucio, con la mente soñando un insomnio de seda y terciopelo
beige. Estaba muy lejos de allí, se notaba. Su boca dibujó una leve sonrisa
como la luna la noche después de luna nueva, a la vez que parecía separarse de
los brazos de un Morfeo acosador. De repente, una cuchillada de realidad la
trajo finalmente de vuelta: “Próxima estación, Abrantes”. Tras pestañear se
guardó el móvil en el bolso y bajó del vagón.
Al ver esto, él se bajó sin pensarlo siquiera, no era esa a
la parada a la que iba. Pero, acababa de darse cuenta, era su estación.