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lunes, 9 de marzo de 2015

Próxima estación, Abrantes.

El metro iba lleno, hasta las trancas. A reventar de gente. Pero a él solo le importaba una persona. Ella estaba al otro lado del vagón, con la mirada perdida en un infinito nublado de colores morados y rosas, un infinito lleno de sueños con sabor a chocolate y fresas. De vez en cuando bajaba la vista para mirar el móvil, que respondía a la luz de sus ojos con una luz bastante artificial, como la de un neón oxidado. Mirada rápida. Parpadeo de luz. Y vuelta a perderse en lo que quiera que estuviese pasando en su interior.
Él, mientras tanto, se perdía en el pelo color miel de ella. Y solo pensaba en acercarse y decirle algo, cualquier tontería, lo que fuera. Pero se topaba con un muro infranqueable de rostros macilentos y olores bastante desagradables que le impedía el paso, como la presa al agua del río. De hecho, se sentía desbordar. Imposible avanzar, imposible retroceder. Los olores se le colaban en la nariz y los ojos le lloraban, no sabía si por el olor o por la frustración de no poder acercarse.
Mientras, ella, inmune a todo, mantenía su belleza en aquel vagón gris y sucio, con la mente soñando un insomnio de seda y terciopelo beige. Estaba muy lejos de allí, se notaba. Su boca dibujó una leve sonrisa como la luna la noche después de luna nueva, a la vez que parecía separarse de los brazos de un Morfeo acosador. De repente, una cuchillada de realidad la trajo finalmente de vuelta: “Próxima estación, Abrantes”. Tras pestañear se guardó el móvil en el bolso y bajó del vagón.
Al ver esto, él se bajó sin pensarlo siquiera, no era esa a la parada a la que iba. Pero, acababa de darse cuenta, era su estación.