La conocí una noche
que parecía cualquier noche.
En un bar que parecía cualquier bar.
Con una gente que parecía cualquier gente.
Pero no fue así.
Nos presentamos y nos dimos dos besos.
Estuvimos hablando y salimos a fumar.
Bebimos algunas cervezas,
más de las que pude contar,
y bailamos.
Joder si bailamos.
Me guiñó un ojo
y yo le guiñé una sonrisa.
Me robó un trago de cubata
y puso la cara de asco
más bonita
que yo había visto nunca.
Y seguimos bailando.
Me dijo que iba a pedir una canción.
Y volvió con los ojos
llenos de luciérnagas,
tanto
que eclipsaban
la bola de la discoteca.
Y seguimos bailando.
Después de marcarnos
un solo de guitarra
con púas imaginarias
me miró
y me dijo
que la que sonaba
era su canción.
Que me la dedicaba.
Me pasó las manos
por detrás del cuello
y volvimos a bailar,
aunque mi pulso
desacompasaba
el ritmo lento
de aquella dedicatoria.
Cuando el baile agonizaba
nos besamos.
Y nos quedamos quietos un buen rato.
Pero supongo
que era demasiado perfecto
para acabar bien:
se fue a por otro tercio
y jamás volvió.
Y me quedé sólo. Bailando.