Caminaba sin rumbo pero con un fin. No tenía más camino que
el que estaba haciendo en ese momento, en esa noche fantasmagórica por Madrid.
Las farolas iluminaban tenuemente las fachadas de aquellas
casas del siglo dieciocho, con esos vanos tan extraños y esas puertas de madera
antigua. El aire olía a historia, olía a magia y a melancolía, el aire olía a
belleza, a noche, a Madrid.
Él proseguía con su caminata nocturna como si de un autómata
se tratase, ni pensaba ni tenía intención de hacerlo, pero sin embargo, él
caminaba por aquellas calles tan viejas como sus recuerdos, tan poco iluminadas
como su memoria, tan cargadas como su mente.
Su mente. Podríamos decir que su mente era ancha y larga,
con sinuosas entradas y salidas, con ruido y silencio, luces y sombras, con calles estrechas y anchas, llenas y vacías
como por la que él caminaba ahora- Su mente era semejante a Madrid.
La luna también disfrutaba de Madrid, iluminando el Palacio
Real, la Gran Vía, La Plaza Mayor, la calle Carretas, la calle Toledo, la Cava
Baja y Alta… La luna disfrutaba paseando de la mano de aquel autómata extraño
por unas calles que han visto tantas cosas que ni aquello les parece extraño,
por unas calles tan curtidas en historias que no se sobresaltan, por unas calles que han sido paseadas tantas veces por gente tan extraña que su presencia no las llama la atención.