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miércoles, 2 de noviembre de 2016

Abogo por futuros mejores.

Abogo por un futuro
donde hayan triunfado las revoluciones,
donde la igualdad esté a la orden del día
y solo sea necesario luchar
por nuestros sueños.

Donde el amor no se compre
y los niños no lleven deberes a casa.
Donde no se sepa
qué significa "pobre"
y el agua no sea inalcanzable para algunos.

Abogo por un futuro
donde no exista Telecinco,
donde el Congreso
esté lleno de poetas
y los políticos
no sean otra cosa
que un tema más en el libro de historia.

Donde los conflictos
se resuelvan
sentándose a la mesa
a compartir una cerveza.

Abogo por que sean innecesarios los abogados,
por la inexistencia de prejuicios
y por la abolición de las fronteras.
Por unas calles
inundadas de poemas
donde la poesía
sea un bien común.

Abogo por poder gritar te quiero
solo porque nos dé la gana,
por reír sin motivo
y sin miedo a que nos miren mal.

Por poder abrazar a quien quieres
sin que nadie comente nada,
por poder ver dibujos animados
a pesar de tener titantos años.

Abogo por un futuro de mentes abiertas
donde nadie
te prohíba nada
por tener ideales diferentes.
Donde puedas querer a quien te quiera
independientemente de todo lo demás,
donde nunca
se desprecie el trabajo ajeno.

Abogo por poder estudiar
lo que uno quiera
sin escuchar
que no tiene futuro
                   (estudio periodismo).

Por poder dedicarse
a lo que nos haga
despertar con ganas
y no a lo que dé más dinero.

Abogo por utopías como esta
y por muchas otras,
por futuros que, quizá,
no salgan nunca adelante.

Pero
sobre todo,
abogo, sin dudarlo,
por todos aquellos
que abogan
por futuros mejores.



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Poema Psicodeprimente II

Se me derrama la soledad
por entre las costuras de mi pecho
mientras en la hoguera
se consume un reloj de arena blanca.

Los pianos ahora chirrían
en bares donde ya no quedan abrazos
y mucho menos botellines de cerveza.

Los besos tienen alzheimer
ahora que no resuenan
en ningún callejón de Malasaña,
mientras la luna
no para de hacerse pajas,
sólo que en vez de correrse
llora tequila sin limón.

Como falsos crisantemos
sobre dos ataúdes grises
me pretenden tatuar carnaza barata
en unas pestañas
que divagan entre escleróticas amargas.

A lo lejos alguien canta. A lo lejos...

Busco la canción en los balcones y tejados
pero solo encuentro a un tipo
saltando a una piscina de asfalto.
Y me gusta cómo salta.

Mariposas de sangre derrapan
sobre autopistas nevadas
para acabar explotando
como locas kamikazes
en una amplia gama de grises.

Una vez en casa
les rajo las muñecas a mis recuerdos
con un vinilo oxidado
que intenta follarse
a una gramola afónica
de tanto fumar.

Con un bolígrafo a medio gastar,
y con la necesidad de una asfixia,
le hago una traqueotomía a una libreta
y escribo cuatro versos
sobre una mierda de esas
que tanto abundan en mi cabeza.

De repente una foto me degüella
con la torpeza de un asesino virgen
y de la herida
empiezan a brotar
polillas con muñones en vez de alas.

Con calma, pues me pasa a menudo,
me dirijo al cajón de herramientas
y cierro el corte irregular
con unos pocos clavos,
justo antes
de que el último insecto podrido
escape de mi cuerpo.

Aún con la camisa sucia
me asomo a la ventana
donde el gato azul de la vecina
se columpia
apostando a la ruleta de la muerte.

Me subo al alféizar
y compro todas las papeletas,
cartones y números posibles
antes de saltar.

Lo último que recuerdo
es notar
como la soledad
se derramaba,
a borbotones,
por entre las costuras de mi pecho.



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