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lunes, 23 de mayo de 2016

De cómo escribe un poeta.

Papeles por el suelo,
en la cama, en la mesa.
Música de fondo
para acallar los quejidos
de un reloj viudo
que marca una hora
cuanto menos indecente.

En el móvil abierto el bloc de notas
y en la estantería,
esperando que empiece la función,
unos cuantos libros de poesía.
Una libreta
que huele a canela
desde que pasó de generación,
esta tentada de abrirse
y desparramar sus hojas sueltas.

La pluma de cosas importantes
palpita dentro de su cajita,
suplicando a gritos
que alguien la utilice.
La lámpara mira,
impaciente,
la mesa de operaciones.
El poeta no hace más que esperar
a que llame a la puerta
el primer paciente de la noche.

Y de pronto ocurre:
entra la camilla
a toda prisa.
Con respiración asistida
y una herida abierta
la primera urgencia.

En su mano una pulsera
donde pone que se llama Nostalgia,
que es recuerdo negativo
y alérgica a los planes de futuro.
Según el informe previo
se le ha encontrado en los suburbios
con traumatismo social,
con un corte por alma blanca
a la altura del ombligo
y restos de amargura en el oído.

Pronóstico: reservado.

Una vez depositado
sobre la mesa de operaciones
se procede a anestesiar al poeta
para evitar males mayores.

Pasa así a operar al sentimiento
y extirparle
todos los tu(a)mores malignos.
Toma la pluma
y arranca los primeros versos
que empezaban a infectarse
dentro de la herida del ombligo.

Prosigue con la segunda estrofa
mientras controla
el encefalograma agrio
del paciente.
Sutura la herida
con dos símiles seguidos,
como dos hilos de nailon,
como dos lunas de litio.

Tras hacerle un masaje cardiopoético
como reanimación,
le receta tres rimas cada ocho horas
para el traumatismo,
antes de terminar la operación.

Cae así el poeta agotado,
sobre un amasijo
de gasas y recuerdos,
y se duerme, de poesía,

en su sillón.

jueves, 12 de mayo de 2016

Ella quiere que le escriba un poema.

"¿Dónde está la canción que me hiciste cuando eras poeta?
Terminaba tan triste que nunca la pude empezar."
Joaquín Sabina.

Ella quiere que le escriba un poema.

Uno que hable de cómo nos miran al pasar
y la luna se oculta entre las nubes
celosa de no ser ya el final de mi catalejo.
Que cuente aquel día
que se detuvo el metro
porque me estaba abrazando en las vías.
Cuando se dejaron todas las banderas
a media asta
por la muerte de mis besos en los suyos.
El día que fuimos nosotros
y no el fútbol
quien llenó la Cibeles de galardones.

Ella quiere que le escriba un poema.

Dice que quiere que sea bonito.
Con buena rima. Buen ritmo.
Quiere un poema
típico de cabecera
de un típico libro.

Ella no lo entiende.

No digo que yo si lo haga,
pero sé que lo nuestro
es más grande
que cualquier libro de poemas.
Un libro de poemas
no vuelve impermeables
a los miedos
todas las aceras.
Ni hace que el hundimiento del Titanic
salga en segunda página
del periódico más vendido
a ambos lados del Manzanares.
Tampoco puede hacer
un muñeco de nieve
en una duna del Sahara.
No puede alinear las estrellas
para formar un nombre
ni puede abrir
las puertas del infierno.

De hecho, yo no lo entiendo.
Ni creo que pueda entenderlo nunca.
Pero no me importa.
Lo más bonito
es siempre
lo que menos comprendemos.

La lluvia.
El universo.
La dirección del viento.
Los Reyes Magos
y el Ratoncito Pérez.
El por qué la chica más guapa del bar se fija en ti.
El cómo la primavera
deshiela los árboles
y saca a pasear las minifaldas...

Las cosas más bonitas
son las que no comprendemos.
Por eso no quiero entenderla.

Por eso ella quiere que le escriba un poema.

Por eso me puse
a escribir este poema
antes
de que ella
me lo pidiera.

domingo, 1 de mayo de 2016

Poema psicodeprimente.

Tengo piedras
pudriéndose en mi riñón,
agotadas de doler.
Una cicatriz bajo el silencio
que petrifica la pus que supura,
como una corrida por fascículos.

Un sombrero sobre un encefalograma plano,
un dolor sordo que se cansa de gesticular
justo en la mitad del pecho
donde me cuelgan muñones.

Una notificación en el móvil
que dice, textualmente, "nada".
Un coche eléctrico
en pleno apagón
por explosión
de una central nuclear.

Una bola de nieve, negra.
Harta de que otras botas la pisoteen.
El pie derecho afónico
y el izquierdo mudo,
haciendo que solo se entiendan
cuando se ponen la zancadilla
y tropiezan.

Una manecilla de reloj rota
que cuelga muerta
de mi muñeca.
Un botellín a medias
que no recuerdo haber abierto,
un cigarro encendido
que me pide
que lo acerque mucho a las cortinas.

Tengo un gato famélico,
diáfano, sintético, grisáceo.
Un perro rabioso que se olvidó de morder,
una tortuga que no sabe nadar
y un terrario donde esconder
el frío del invierno.

Hay un monstruo bajo mi cama
que no para de rugir,
en respuesta
al que escondí de pequeño en el armario.
Hay un semáforo en ámbar
que se limita a parpadear
sin darme un "si" o un "no".

Un vuelo de low cost
que derrapa por las vías
camino a un accidente,
a una explosión
en la que, ojalá,
no haya supervivientes.

Hay restos de un crimen
en mi bañera,
y mejor no hablar
de lo que esconde mi retrete.
Hay una brecha en mis encías
de la que huyen, en bandada,
gusanos sobre negras golondrinas.

Colgados del balcón
tengo puñales a secar.
Bajo la escalera guardo
un bote de nitroglicerina,
un mechero y tres cerillas
y un par de cajas
que me niego a abrir.

Sobre el escritorio
mi corazón,
mi hígado,
mis pulmones.
Un amasijo de pastillas
y algún que otro bolígrafo.

Y creo
que voy a probar a encajarlos
dentro de mi cuerpo
sin saber muy bien
dónde van.