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martes, 28 de abril de 2015

Ebria y breve historia de un amante secreto.

"Y aquí estamos... Tu y yo. Solos otra vez" le susurró al vaso con licor. No estaba ni medio lleno ni medio vacío, a esas alturas simplemente, estaba.
Apuró de un trago lo que quedaba y miró afuera tras los cristales semiopacos del bar. Era tarde. Quizá ella estuviera ya ahí fuera... Quizá...
Saltó del taburete en un ridículo intento por mantener una apariencia sobria y tuvo que agarrarse a la barra, arrastrando un cuenco de frutos secos tras de sí.
"Que... Que te debo, Juan?" El camarero le hizo un gesto con la mano y, en respuesta, dejó mil pesetas encima de la sucia tabla de madera.
Tras tropezarse con el taburete y caminar a trompicones se dejó caer sobre el billar. Y vomitó. Se limpió con la manga de la camisa y, milagrosamente consiguió llegar hasta la puerta del local. Estampó su cara contra ella y murmuró alguna maldición antes de abrir la puerta con la nariz sangrándole.
El segundo golpe se lo dio el frío de la calle. Un frío helado de ese que cristaliza los pulmones y te corta la respiración como una patada en la boca del estómago. Al menos le ayudó a coagular la sangre que, al igual que él antes, vomitaba su nariz.
Caminó haciendo eses hacia una farola y decidió orinar allí. Al subirse los pantalones tropezó y recibió un tercer golpe, del coche que tenía detrás. Se hizo daño en el costado y perdió ligeramente el equilibrio por lo que acabó dando un cabezazo a la farola. Se sintió caer, mareado y en shock, sobre sus rodillas. Vomitó, otra vez, igual que su nariz que volvía a sangrar, esta vez acompañada de su sien. Se le nubló la vista y se desplomó sobre el costado, resintiéndose del golpe con el coche. Y allí se quedó tirado.
Consiguió esclarecer su mirada y vio el vaho que le salía entrecortadamente de la boca. Y allí estaba ella... Solemne como un monolito inamovible, bella como un cisne. Cálida y fría a la vez, como un soleado día en pleno enero. Familiar como el sabor a sangre de su boca. Estaba allí. Pero a la vez estaba tan lejana...
La miró y unas lágrimas brotaron de los dos carbones que tenía por ojos. La luna había asistido a ver sus últimos momentos, se apagaba y él lo sabía, al igual que sabía que nadie iría a rescatarle, al fin y al cabo, nunca había ido nadie a rescatarle salvo ella.
Sonrió unos instantes a la luna y esta, por extraño que parezca, le devolvió la sonrisa. Se sintió desaparecer. Se iban apagando poco a poco los últimos resquicios de su cuerpo helado sobre la fría acera, llena de sangre y vómito. Alzó los ojos al cielo y, como pudo, dijo sus últimas palabras: "ya voy, mi amor. Enseguida llego ahí arriba, a tu lado por fin".

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