Papeles por el suelo,
en la cama, en la
mesa.
Música de fondo
para acallar los
quejidos
de un reloj viudo
que marca una hora
cuanto menos
indecente.
En el móvil abierto
el bloc de notas
y en la estantería,
esperando que empiece
la función,
unos cuantos libros
de poesía.
Una libreta
que huele a canela
desde que pasó de
generación,
esta tentada de
abrirse
y desparramar sus
hojas sueltas.
La pluma de cosas
importantes
palpita dentro de su
cajita,
suplicando a gritos
que alguien la
utilice.
La lámpara mira,
impaciente,
la mesa de
operaciones.
El poeta no hace más
que esperar
a que llame a la
puerta
el primer paciente de
la noche.
Y de pronto ocurre:
entra la camilla
a toda prisa.
Con respiración
asistida
y una herida abierta
la primera urgencia.
En su mano una
pulsera
donde pone que se
llama Nostalgia,
que es recuerdo negativo
y alérgica a los
planes de futuro.
Según el informe
previo
se le ha encontrado
en los suburbios
con traumatismo
social,
con un corte por alma
blanca
a la altura del
ombligo
y restos de amargura
en el oído.
Pronóstico:
reservado.
Una vez depositado
sobre la mesa de
operaciones
se procede a
anestesiar al poeta
para evitar males
mayores.
Pasa así a operar al
sentimiento
y extirparle
todos los tu(a)mores malignos.
Toma la pluma
y arranca los
primeros versos
que empezaban a
infectarse
dentro de la herida
del ombligo.
Prosigue con la
segunda estrofa
mientras controla
el encefalograma
agrio
del paciente.
Sutura la herida
con dos símiles
seguidos,
como dos hilos de
nailon,
como dos lunas de
litio.
Tras hacerle un
masaje cardiopoético
como reanimación,
le receta tres rimas
cada ocho horas
para el traumatismo,
antes de terminar la
operación.
Cae así el poeta
agotado,
sobre un amasijo
de gasas y recuerdos,
y se duerme, de
poesía,
en su sillón.
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