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jueves, 14 de abril de 2016

Y sin embargo, una palabra necesaria.

Supongo que el adiós
que más duele
es el que viene con resaca.
Ese que nos deja fuera de juego,
noqueados,
boqueando para coger el aire suficiente
y poder agarrarnos
a la previa del combate.

El adiós que nos pone
contra las cuerdas de tender,
que apaga las pequeñas cosas
y te deja tiritando sobre la lona.
Un adiós de despachos en llamas,
de cajones vacíos,
de relojes sin hora,
de espejos que no devuelven las miradas.

Un adiós definitivo
sin poder verle en envés.
Rompedor de huesos,
de cuadernos,
de tímpanos
que escuchan silencio.

Un adiós que desolla margaritas
que solo saben decir que no.
Que apuñala soledades
hasta hacerlas costuras sobre tu piel.

Un adiós sin escaleras de retroceso.
Como ir con el coche
por una carretera de único sentido
a doscientos kilómetros por hora
y saber la hostia que te vas a meter.

Ese adiós de llamadas en espera,
de teléfonos comunicando,
de números que ya no existen,
de mensajes sin saldo.

Ese adiós de carreras de tortugas,
de barcos de papel mojado,
de whiskys en ayunas,
de condenas al séptimo grado.

Y es que la palabra adiós
es el portazo a muchas cosas.
Es una palabra abominable,
ingrata,
desagradecida.

Y sin embargo,
muchas veces,
es una palabra necesaria.

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