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miércoles, 3 de febrero de 2016

La locura de los cuerdos.

No es la locura de los locos la que enamora. Es la locura de los cuerdos la que nos vuelve locos. Esa locura con sabor a agua salada que brota de las pupilas adormecidas de los amantes, que huye espantada como una oveja al ver el lobo del adiós. Huye tan lejos que pareciera que no va a volver.
Escapa tras las casas de madera que hay en los pulmones, tras los riscos peligrosos encondidos en los pliegues de tantas caricias por la espalda, bajo el agua del río de la pasión en plena sequía, navegando sobre una nieve que ya no cae y que parece haberse escapado por entre los dedos de la torpeza del primer orgasmo.
Una locura de cuerdos que acalora los huracanes de la pasión, que empaña los cristales, ahora melancólicos, de nuestro coche y cruje bajo la pisada dura y rígida del dolor. Una locura que invita a beber más alcohol del que jamás podríamos nombrar para lograr olvidarla. Que obliga a los locos a pegarse un tiro y a los cuerdos a pegarse tres, uno en cada hueco de la espalda.
Una locura difícil de encontrar, como el mar en Madrid, como el silencio en la ausencia de mi cama, como el olvido de tu existencia en mi memoria.

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